Pocas cosas tan satisfactorias para uno de nosotros, el personal de recepción del Hotel Montemar, que cuando a primera hora, en un amanecer de sol, uno de nuestros clientes, vestido con ropa de deporte, nos pregunta que dónde puede ir a correr.
– Solo suba esta calle y continúe por la pequeña rodeada de árboles hasta las escaleras que dan al Paseo de San Pedro.
El éxito está asegurado. Las caras de felicidad de los que vuelven después de correr o caminar por esa alfombra verde, materialmente colgada sobre la mar, lo dicen todo.
Una descripción:
El sol fulgía ya franco por encima de la Sierra Plana de Cue y Andrín,  donde brillaba, en contraluz, el verde vivo de las calles del campo municipal de golf que ocupa la elevada planicie del antaño aeródromo militar. La luz, de un amarillo limón claro, rielaba en la mar, de un azul profundo, que se acercaba esta mañana mansamente a las rocas cortadas a pico que conforman el murallón acantilado de San Pedro; el viajero se detuvo a contemplar la Villa desde esta altura. La tierra se extendía, en cuanto al concejo, hasta las cimas de la Sierra del Cuera que corre paralela a la mar apuntalada por las verticales paredes de Viango.  

De hecho, no se ven los Picos de Europa por falta de perspectiva. Tal es la cercanía a la costa de la sierra del Cuera. Pero detrás de estas cumbres de hasta más de mil trescientos metros de altura sobre el mar se elevan, doblando la magnitud de la primera muralla, los tres macizos de roca caliza que conforman el reino encantado en el que quiso ser enterrado el bueno de Don Pedro Pidal, primero en hacer cumbre en el Naranjo de Bulnes y principal impulsor de Parque Nacional de la Montaña de Covadonga (que sería asimismo el precursor de esta red de belleza y protección de la naturaleza):


Nosotros, enamorados del Parque Nacional de la Montaña de Covadonga, en él desearíamos vivir, morir y reposar eternamente; pero, esto último, en Ordiales, en el reino encantado de los rebecos y las águilas, allí donde conocimos la felicidad de los Cielos y de la Tierra, allí donde pasamos horas de admiración, emoción, ensueño y transporte inolvidables, allí donde adoramos a Dios en sus obras como Supremo Artífice, allí donde la Naturaleza se nos apareció como un templo»(testamento de Pedro Pidal)

Desde San Pedro no puede verse pero solo un par de millas mar adentro y aparece, por encima de la inconfundible cima, de pirámide apaisada, del Pico Torbina, asoma la no menos característica, de cono troncado, de Urriellu, el Naranjo de Bulnes. “El padre sobre el hijo” decían los balleneros de Llanes. Y esta enfilación los llevaba, de arribada, de vuelta a casa.

A poniente, más allá de la antena de Torimbia, el grisáceo saliente de Cabo la Mar y el punto blanco, apenas visible, de la ermita de San Antonio. Hacia oriente la costa arrumba hacia el sur ocultando, tras los acantilados de Andrín, la idílica ensenada del río Purón. Lo que sí se ve, como la sombra grisácea y alargada de una isla misteriosa, es la silueta de Cabo Mayor flanqueando, más de cincuenta millas al este, la entrada del Sardinero (Santander).
  Más acá, la Moría rodeando el Sablón, las aún imponentes ruinas del Palacio de Duque de Estrada, el cuadrado amurallado del Cercao, la torre de la Basílica y el Castillo; el centro: el casino modernista con su aspecto de pastel de merengue, el Ayuntamiento y las cúpulas de la casa de Vitorero, calle con calle con el antiguo Convento de Agustinas, hoy Hotel Don Paco

Pero esta maravilla del paseo de San Pedro no es sólo obra de la naturaleza sino que en ella han jugado un importante papel manos humanas. Cuando en el siglo XIX, no sé si decir que nacieron o se revitalizaron los conceptos de higiene y salud públicas, muchos ayuntamientos dedicaron sus esfuerzos en dotar a sus poblaciones de alamedas, parques y ensanches en los que los vecinos pudieran disfrutar de las bondades del paseo y el aire libre. Pero el señor Francisco de Posada Porrero, alcalde de Llanes en 1846, no se conformó con seguir la moda sino que tuvo una visión: el paseo, sobre el acantilado. Y llamó a capítulo a los emigrantes, a los indianos, y en un tiempo sorprendente por su brevedad pudo inaugurar el paseo y colocar la placa conmemorativa que sigue ahí para quien se tome la molestia de leerla: «Transmita el mármol a la generación venidera la gratitud que merecen los beneméritos hijos de Llanes que, invitados por su ilustre Ayuntamiento y alcalde presidente D. Francisco de Posada Porrero, han contribuido generosamente a la construcción de este paseo. Año de 1847.  Amor patriae pulcherima virtus».

Una de las cosas que más sorprende al viajero es que la mar, en los terribles temporales del tercer y cuarto cuadrante que se suceden en invierno, llegue a superar con creces la altura del acantilado. En los últimos hasta se llevó tozos de muro y el agua de las olas bajaba formando una catarata por la escalinata de la avenida de San Pedro. Para hacerse una idea basta con  observar los tamarindos retorcidos por la mano invisible pero poderosa del vendaval.
Solo de pensarlo es inevitable evocar episodios épicos o trágicos como este de la Guerra de la Independencia:

El punto final de la Guerra la puso uno de los más horribles naufragios que se recuerdan en esta costa, brava y escabrosa, frecuentemente oscurecida por mares gruesas  y violentas galernas. Quiso Bonet enviar enfermos, tropa y botín de Gijón a San Vicente de la Barquera, todavía en poder de los franceses. Para ello no había otra posibilidad que la mar para lo que armó una flotilla que se hizo a la vela con un sospechoso viento del SW. A la altura de Ribadesella el vendaval arreció ya franco del NW a la vez que la mar crecía con sorprendente rapidez. Pidieron y suplicaron los marineros de Candas y Luanco a los franceses arribar para buscar refugio en Ribadesella, pero estos se negaron por no caer prisioneros. Llegando a Llanes, en punta Jarri, la galerna ya estaba formada y otra vez suplicaron los marineros a los franceses para salvar sus vidas arribando al puerto de la Villa. Caso omiso hicieron los franceses que no queriendo caer en manos de los llaniscos, acabaron en las de la Parca, ya que, finalmente, se produjo la tragedia. Los gritos de angustia y desesperación, arrastrados por el viento, pudieron oírse durante toda la noche en los acantilados de La Talá y San Pedro y en el mismo Fuerte. En los naufragios perecieron 120 franceses y ochenta bravos marineros asturianos.  

Pero para nosotros, los llaniscos de mi generación San Pedro es sobre todo el escenario de nuestros primeros, tan torpes como apasionados, besos de amor. 
Y hoy la mar, que también besa las rocas, más traviesa que brava, incita más al recuerdo de esos amores que a la épica de balleneros, naufragios y batallas.
Entonces miro al sur, a Viango, al Cuera:

En realidad es una espina dorsal abandonada. El monstruo, un dragón, o un dinosaurio, pero mucho mayor de lo que nunca se haya imaginado hasta ahora. Un bicho de unos veinte kilómetros de largo del hocico hasta la cola. Las partes más altas de las blancas vértebras superan los mil metros de alto. Sólo asoma una pequeña parte de los blancos huesos. A fin de cuentas el monstruo debió morir hace decenas de miles de años. Polvo eres. Tierra. Cinco mil millones de años. Y dicen que no hay hermosura en la vejez, ¿o sigues siendo una cría?– una criína diría Pilarina Junco- ¿cuántos años llevan las olas de la mar esculpiendo las rocas- afilando las sierras, agudizando los puñales- de Toró?. La tierra ha colonizado el esqueleto, las verdes laderas cubren- donde antes hubo escamosa piel de saurio- los costillares y hay hayas imposibles que cuelgan del abismo – de la apófisis espinosa de una lumbar- esperando el primer rayo. Pero desde San Pedro nada consigue ocultar la evidencia de la espina dorsal. Desde San Pedro se ve la Villa mucho mejor que desde el Cristo. Se ve y se lee: amor patriae pulcherima virtus (el amor a la patria es la más hermosa de las virtudes)

No digo que no sea una virtud, pero amor, lo que se dice amor…amor…, amor de verdad, el de por una mujer.

José Alberto Concha