Ya se sabe, dónde hay agua hay vida. Y en Llanes es abundante lo que no quiere decir- paradojas del desarrollo – que no llegue a faltar. Las húmedas borrascas del Atlántico chocan contra las sierras costeras, que amurallan el concejo al sur, dejando su beneficiosa carga. La escasa distancia que se interpone entre nuestras montañas y la mar conforma unos ríos pequeños, modestos en recorrido y  de caudal alegre.

  El propio concejo está limitado a poniente y saliente por dos ríos, el Aguamía y el Cabra respectivamente. Tiene el primero de éstos una doble condición fronteriza. Es límite físico entre los concejos de Llanes y Ribadesella a la par que frontera lingüística. Al oeste del Aguamía los plurales femeninos son en es y se mantiene la f inicial latina ( rasgos característicos del bable central) en lugar de la h aspirada tan propia de la jabla llanisca. Es repugnante que las lenguas, instrumentos de comunicación, estén siendo utilizadas para separar y dividir. Pero mientras se discute el sin sentido de utilizar en el Congreso – asamblea común de todos los españoles- las lenguas de las autonomías de primera división (a las demás les es negada la existencia), sigue sin reconocerse lo elemental: el empleo del asturiano en el parlamento de Asturias. 

  No ha sido el tamaño de nuestros ríos obstáculo para la inspiración de los poetas que han dedicado algunos de sus más conseguidos versos a cursos tan modestos como el Carroceú, en Llanes, y el Ereba en Nueva. ¿Cómo no iba a ser de esta manera si el genio del poeta elevó a la vivaracha corrientina, que tras cruzar Pancar desemboca en el Riveru, a la categoría de “llagrimina de Dios”y “gotera de un llagar del infinitu”?

  Angel de la Moría, poeta, periodista ( decidido impulsor de El Oriente de Asturias), emigrante y sacerdote, nacía en la Moría en 1850, cuna de la que se mostraba ciertamente orgulloso: porque estaréis pa saber/ qu´ero llaniscu de veras/ y que nací ena Moría/ en una casina vieya.  Quiso la Providencia que él- que tanto amor a la Villa mostrara en vida- entregase su alma a la edad de treinta y siete años el 15 de Agosto, festividad de Nuestra Patrona. Pese a los que continúan haciendo gala de un anticlericalismo trasnochado, la luz de la Iglesia resplandece en el mundo en la bondad de sus santos y en la grandeza de sus hombres y mujeres. Uno de estos hombres grandes fue sin duda este cura, a quien la experiencia de la emigración condujo- como a tantos otros- a un mayor amor hacia su añorada tierra. Muestra de esta piedad filial son estos versos- al Carroceu- que todos los llaniscos deberíamos guardar en la memoria:

 “ Llagrimina de Dios, rapaz parlleru,

         enriador y espumosu gorgoritu,

         gotera d´un llagar del infinitu,

         sorbiquín corredor y bullangeru.

 

         Siempre rebizcador y gayasperu,

         lixeru y blincador mas qu´un cabritu

         que sin mieu al escayu, ni al espitu

         abaxas dende´l monte hasta´l Riberu.

 

         ¿Qué música e meyor que to mormullu?

         ¿qué cánticu hay igual a to sormiella?

          yo, que aborrezco´l mundanal barullu

          y to so´l corazón dura postiella,

          solu me queda´l placenteru orgullu

          d´haber nacíu a to floriada oriella.

 No menos amor demostró Pepín de Pria al Ereba, el río que atraviesa Nueva para desembocar en el mágico paraje de Cuevas del Mar. Indianu y poeta en bable como el de la Moría, fue también soldado, viajante, maestro, periodista, y en sus primeros años- como tantos otros esforzados llaniscos-  pinche en la teyera. El autor de Nel y Flor y La fonte del Cai, poemarios con que alcanzó la cumbre de las letras asturianas, moría en 1928 tras “unos últimos años marcados por la enfermedad, la miseria y el olvido”. En estos tiempos en que el Ereba- víctima del “desarrollo sostenible”, reducido su caudal, desaparecidas las truchas pintonas que evoca la memoria de Juan Duyós y sin red de saneamiento en su valle- comparte su postrero sufrimiento, no está de más recordar los sentidos versos del poeta:

 “ Porque´n so senu bullen los mios cantares,

 y en sos rizos despluma, los mios amores,

lo mesmu que nos ramos de los pumares

rebullen les abeyes besando flores;

porque lleva un arriegu de más validu

que les polides pelres que tien´l Oriente;

porque sona´l marmullu del so cantidu,

redoblando´n so senu resplandeciente,

             por eso nes orielles

                del sesgu Ereba

       vo, al son de les sos agües,

               cantai a Nueva”

Los ríos de mayor porte, en longitud y caudal, del concejo son el Purón y el Bedón. Ambos son auténticos paraísos para la pesca deportiva y a no ser por hacerles sombra sus hermanos mayores  – el Sella y el Cares- tendrían la fama internacional que se merecen. No se entienda esta opinión desde el subjetivismo propio de un hijo hacia su tierra ( por otro lado, como recuerda la inscripción del Paseo de San Pedro, más virtud que defecto: “amor patriae, pulcherrima virtus”).  El club de pesca llanisco Silver Martínez ha trabajado en la promoción de estos ríos dentro y fuera de nuestras fronteras. En todas las ocasiones empeñados en enseñar, junto a los grandes ríos salmoneros, nuestros cauces. Periodistas españoles y extranjeros y pescadores profesionales de distintas nacionalidades han confirmado las mejores expectativas sobre las posibilidades de los dos ríos llaniscos. 

   El Purón es el único curso del concejo que no desemboca en una playa, admitiendo como tales el Sablín y la ría de Niembru, que algo tiene de arenal.  Se entrega el río a la mar en uno de los más bellos parajes de nuestra costa. La ensenada, estrecha y acantilada, está poblada por una selvática vegetación de encinas y quejidos, que sobreviven en el microclima llanisco desafiando a una latitud que no les es propia. Pero es desde la mar donde la bocana muestra la plenitud de su hermosura.  Con la marea alta es posible navegar, con lanchas de poco calado y buenas condiciones de mar, hasta bien cerca del nuevo puente de la senda costera. Hacerlo en una embarcación de vela ligera- un snipe por ejemplo- es una experiencia única. El silencio- sólo perturbado por el suave murmullo del correr del agua por el casco y los cantos de los pájaros- unido a la visión de la tupida selva de la escarpada ribera, confieren a la naturaleza una exhuberancia salvaje de tintes amazónicos.

    El Purón desciende encajonado bordeando la sierra plana de la Borbolla, que aquí asemeja la proa de un gigantesco trasatlántico en el que el puente sería la cabeza zoomórfica  de Peña Tu, que domina todo el valle. Esta quebrada fue elegida como línea de defensa por el Coronel Carlos Rato, en un intento de detener a Bonet, general del ejército imperial de Napoleón, que al mando de cuatro mil hombres avanzaba sobre Llanes en enero de 1810. La elección resultó acertada, y enconada la resistencia de los patriotas llaniscos, finalmente derrotados por una traidora estratagema del francés que había fingido parlamentar para atacarles desde lo alto con su poderosa artillería.  

   Subir aguas arriba por la orilla del río no es fácil debido a las trabas que impone al caminante la densa vegetación de la ribera. La senda de pescadores se oculta hasta hacerse invisible entre opacas sombras verdes. Desde abajo desaparece la carretera y la sensación de aislamiento es mayor. Anchas tabladas se suceden con profundas pozas en las que es posible sorprender a alguno de los salmones que siguen remontando el cauce. Tienen las limpias aguas del Purón un color especial, acaso sólo comparable al del Cares. Un color verde esmeralda de una belleza indescriptible, como el que los técnicos de Disney intentan imitar en los lagos de sus parques. Se entiende que en tan cristalinas aguas el arte de engañar a una trucha- o a los poderosos y desconfiados reos que regresan de la mar con los primeros calores del estío- requiera una habilidad especial. Sorprendentemente, por la calidad de las aguas y la defensa que en este cauce tienen los peces, las poblaciones de truchas siguen muy lejos de lo que sería de esperar. ¿Seguirá habiendo desalmados echando lejía al río?.

    El Bedón es el más emblemático de los cauces del concejo. A lo largo de las edades geológicas este río ha excavado un valle de considerable amplitud siendo a su través como nos llegan las mejores vistas de los Picos de Europa, ocultos por las sierras costeras en casi todo el concejo: la famosa que desde Nueva dibujara el ingeniero de minas Guillermo Shulz en junio de 1836, primera representación gráfica del Naranjo de Bulnes. Especial mención merece la de Los Caleyos, desde La Acebal, tan espectacular que llega a parecer un decorado. 

     Llega el Bedón a la mar en la playa de mayor extensión de la treintena con que cuenta Llanes, San Antolín, que recibe su nombre del antiguo monasterio benedictino. En el derrotero también se conoce el paraje como las falsas Tinas por su peligroso parecido, en las oscuras borrascas, con aquellas, que a diferencia de ésta – sembrada de bajos y rompientes-, ofrecen refugio al navegante. El estado de abandono del monasterio del que sólo nos queda la iglesia- una joya del románico de principios del SXIII- es una vergüenza para los llaniscos. 

   La fundación de este centro ( siglos X, XI) de la orden de San Benito ha originado un buen número de piadosas leyendas. En todas ellas el fundador es un joven y apuesto noble: Munio Rodríguez Can, conocido como Conde Muñazán, de los Álvarez de Asturias, señores de Aguilar, y tío o abuelo materno del Cid Campeador. También coinciden los relatos en introducir al protagonista en este paraje de la orilla del Bedón en una escena de caza persiguiendo a un jabalí. Llama la atención lo consecuente y ajustado de este comienzo para la advocación a San Antolín. El mártir de la Galia Narbonense ( mediados del S III) es, no sin razón, patrón de los cazadores. También perseguía Sancho III de Navarra a un jabalí en tierras palentinas cuando el animal en su huida se ocultó en una gruta, que resultó ser la abandonada cripta donde Wamba había depositado las reliquias de san Antolín. El rey no pudo cobrarse la pieza porque su brazo quedó paralizado cuando iba a dispararle la flecha. Tomado como la advertencia de la voluntad del santo, prometió erigir allí un templo si recuperaba la movilidad de su brazo. La catedral de Palencia, conocida con razón como la “Bella Desconocida”, se construyó sobre este templo románico del rey navarro, del que también quedan vestigios en la misma cripta. Y, en efecto, los restos más antiguos de la edificación, de estilo visigótico, corresponden al siglo VIII y los encontramos en la Cripta de San Antolín. La leyenda del hallazgo de las reliquias está representada en los bajorrelieves platerescos de la escalera que baja a la cripta desde el trascoro. Los mismos hechos, con distinto protagonista, cuentan los relatos de la fundación de nuestro monasterio: también la cacería de Muñazán se ve interrumpida por un suceso extraordinario que revela al cazador que se encuentra en un lugar sagrado y que debe, por tanto, consagrarlo al culto. En otra variante de tono erótico el conde suspende la persecución de la pieza al encontrarse ante una cabaña donde habita una hermosa mujer. El señor intenta aprovecharse de ella pero la joven se resiste y consigue zafarse de su acoso. Muñazán, que no puede quitársela de la cabeza, vuelve a la choza, sorprendiendo en esta ocasión, a la muchacha entregada en los brazos de su amante. Herido en su vanidad y cegado por la ira dispara sus venablos dando muerte a los enamorados. Ante los jóvenes cuerpos sin vida, aún hermosos, la cólera da paso al remordimiento, y finalmente, al deseo de expiación del crimen, que motivaría en este caso la fundación del monasterio. 

    Menos trágica y más festiva es la historia que nos cuenta Saro Rojas en sus “Pequeñas Jornadas” con la que explica el privilegio que ostentaban los vecinos de Mestas de Con de ser enterrados en sagrado en el monasterio de San Antolín a cambio de una fanega de pan. Avisados los monjes de la defunción subían por Llamigu hasta la collada de Ixena dónde recibían el cadáver.  Según parece el acuerdo entre los benedictinos y los de Onis se debería a un suceso extraordinario aunque no imposible para la razón. Tenían en Mestas de Con una imagen del mártir francés a la que guardaban gran devoción. Sucedió que una gran riada desbordó el Güeña inundando la población y arrollando con todo lo que encontró a su paso incluida la venerada talla del Santo. Tal vez el suceso se produjo el mismo día de su festividad o en sus cercanías: “por San Antolín o se secan las fuentes o los ríos se llevan las puentes” ( en efecto la última vez que el Bedón se llevó puentes- el de Rales fue arrancado de cuajo- fue el 25 de Agosto de 1983).  El caso es que la imagen del Santo- cuyo cuerpo de madera garantizaba la flotabilidad- navegó aguas abajo hasta el encuentro con el Sella en Cangas, y de aquí, siempre arrastrada por la corriente, al estuario de Ribadesella, y finalmente, al mar. ¿Es descabellado pensar que la talla fuera transportada por la corriente dominante- este, de unos dos nudos de intensidad horaria- del Cantábrico? ¿No es acaso habitual que los restos de las avenidas del Sella acaben en el arenal de San Antolín? Sea como fuere, grande debió ser la sorpresa del monje que, paseando por la playa, encontró la imagen del Santo de su devoción. ¿Puede reprenderse a los hermanos por tomar el hallazgo como una señal del cielo? Como milagro hubiera quedado el asunto si algunos vecinos de Mestas de Con- que acudieron a la romería que aún se celebra en el prau del monasterio el 2 de Septiembre- no hubieran reconocido la talla. Arduas debieron ser las discusiones sobre la propiedad del San Antolín, y mucho el empeño de los hermanos en conservarlo, a juzgar por el acuerdo alcanzado, que tan grande honor otorgaba a los de Mestas, y no menos esfuerzo exigía a los monjes.  

     El curso bajo del río está acotado y calificado como zona salmonera por la Consejería de Medio Ambiente del Principado de Asturias, alcanzando desde la desembocadura hasta el puente de Rales. El pueblo, cuidado, de buenas casas y de anchas y soleadas calles, se extiende a ambos lados del río y a lo largo de la carretera que lo cruza para ascender, en un tramo clásico del Rally Villa de Llanes, a la sierra plana de los Carriles. Preside el conjunto la singular silueta cónica del Castillo de Rales, afilado picacho donde el profesor Fernández Conde sitúa- por su condición de “nido de águilas”- el solar original de los señores de Aguilar.  Muy recomendable para reponer fuerzas es el bar tienda de Pancho. Hay chimenea, partida de mus y subasta, tertulias del tiempo, de fútbol y de caza y pesca ( la política esta vedada) y amabilidad a raudales. Es además el mejor coto- no sólo de pesca, también de caza- de Asturias pues es ante su barra dónde las capturas son más abundantes y de mayor tamaño.

    Aguas arriba del puente de Rales se ha establecido- por iniciativa del Club Silver Martínez- una zona libre de pesca sin muerte que, a poco que sea respetada por tramposos, furtivos y demás pescadores de pacotilla, llegará a ser una reserva de truchas de enorme importancia para el río. Alcanza el tramo de captura y suelta hasta el pozo- hoy rellenado por la crecida invernal del 2003- de la antigua central de Electra Bedón. En este punto el valle se ha extendido y empieza a mostrar toda su amplitud en las ricas vegas pobladas de pomaradas, en los huertos de cultivos diversos como las tiernas verdinas, y en las erias de frondosos maizales. Es el maíz de la zona el mejor de la comarca como atestiguan sus tortos y boronas preñadas- que se siguen comiendo religiosamente el domingo de Pascua, homenaje al gochu de cristianos viejos- y aunque cada vez sea más común el cereal híbrido, los jabalís, haciendo alarde de un exquisito paladar, destrozan los maizales tradicionales y dejan la novedad transgénica para las sufridas bestias de forraje. También las manzanas del valle merecen especial mención y desde siempre han sido codiciadas, especialmente las de las solanas de Los Caleyos, por los principales llagareros de Nava y Villaviciosa que pagan gustosos una prima adicional por estos frutos llenos de sol que otorgan sabor, fuerza y presencia a sus mejores palos de sidra.

    La carretera asciende por el valle en paralelo al río. Al sur asoma- en una vista que no le hace justicia- Vibañu, población importante que llegó a ser capital patriota del concejo, en oposición a la del gobierno afrancesado con sede Llanes- durante la Guerra de la Independencia.  Fijó aquí su cuartel general Balmori, el jefe guerrillero, instituyendo mercado semanal, y feria por Santa Dorotea. Tiene en efecto Vibañu unas hechuras de pueblo grande, sobre manera su vista desde lo alto de Llabres: aparece blanco con sus tejados de roja teja, compacto y uniforme, adornado por la torre de la iglesia, ocupando el fondo del valle como una importante villa de los Alpes.  Desde estas montañas dónde cayera el avión alemán durante la guerra, accidente que diera pié al célebre “contra el sueñu galletas de Vibañu”, se contempla en toda su amplitud el circo que forman, al norte, la Sierra de la Cubeta desde el Castillo de Rales, la Peña de los Caleyos, el Benzúa- con su aspecto majestuoso y soberbio de Kilimanjaro- y finalmente su cumbre más elevada, el Mofrechu; al oeste la inconfundible silueta de las picas gemelas de Peña Ibeu, y al Sur, haciendo honor a su nombre, Peña Blanca de Cuera.

   Carretera arriba las señales- con los topónimos castellanizados- ofenden con dicciones malsonantes los oídos de los lugareños (¿o no cuesta decir “Cardoso”?): La Herrería, El Allende y Riofrío (por La Jerrería, La Llende y Rufríu).  El río mientras tanto ha mostrado, en apenas los dos o tres kilómetros que nos separan de Rales, toda la variedad que pueda pretender el pescador más exigente: tabladas doradas de suave corriente; chorreras cantarinas, torrenteras violentas y espumeantes,  y apacibles piscinas de aguas quietas y profundas.  

   Ya en Puentenuevu el río se divide en dos. El San Miguel, al norte, baja de Riensena por Mestas y Riucaliente. El río de Las Cabras, que desciende, saltando de pocín en pocín y encajonado, del alto de Ortiguero buscando las vegas de Meré y la Huera. Ambos cauces se unen en “tranburríos”, poza que fue profunda y de considerables dimensiones, en sus tiempos, la “piscina” del valle. Pero los ríos están vivos y cambian.  Actualmente el pozón ha sido rellenado y apenas cubre el metro.

   Las truchas del San Miguel son las más apreciadas de todos los cauces. No por su tamaño que suele ser más bien modesto sino por la belleza de su librea- sus tonos dorados, los naranjas de sus aletas y sus marcadas pintas rojas- que las hace inconfundibles. Tiene el Arcángel- el ángel guerrero, señor de los ejércitos celestiales y protector de los cristianos contra los poderes diabólicos; representado en la iconografía vestido de soldado, con el talón sobre la cabeza de Satanás y a punto de clavar la lanza o la espada – una ermita a tiro de piedra del río.  Efectivamente abundan en la zona leyendas relativas a las apariciones del diablo que movían a niños, y también a caminantes, a persignarse acelerando el paso, sin volver la vista atrás, al cruzar el paraje. Leyendas que se contaban a la lumbre del llar- después ante las cocinas de leña y ahora me temo que olvidadas ante las vitrocerámicas- en las largas tardes de invierno cuando los ciclos cósmicos ralentizan el pasar del tiempo. De entre todas la más notable es la del burro que tengo entendido también relata el nóbel irlandés W. B. Yeats en “El crepúsculo celta”.  Cuentan que un paisano fue sorprendido por una noche cerrada en las inmediaciones de la ermita de San Miguel. Sobre los motivos que le habían llevado a bajar a Mestas o Riucaliente, desde alguno de los pueblos del valle, hay diferentes versiones. Sea como fuere le debió ir bien. La sidra que espicharon del barril tenía buen secante pero resultó traidora. Caminaba el buen paisano con dificultades para mantener la línea recta, apesadumbrado por la hora y la distancia que aun le separaba del hogar, cuando encontró su salvación en forma de un burro que esperaba mansamente a la orilla del camino. Sin pensárselo dos veces subió a la cabalgadura y alcanzaba la ermita, alegre y confiado en su buena suerte, cuando el pollino empezó a crecer y a crecer, más y más alto, hasta superar las copas de los árboles. En las versiones más escalofriantes el  jumento gira su cabeza al modo del “exorcista” profiriendo satánicas carcajadas. Reconocida la treta del diablo, se tiró de la montura, queriendo la fortuna, o la intervención del Arcángel, que fuera a caer a una robusta tilar que le libró del golpe y de las garras del Maligno. El paisano prometió no volver a beber, promesa que no cumplió, aunque, eso si, nunca volvió a subirse en burro desconocido.

     En el prau de San Miguel se celebraba en su festividad, el 29 de Septiembre, una importante feria, con ganado, romería animada por gaiteros y baile con orquesta. El peso de la organización del evento corría cada año en uno de los distintos pueblos del valle que eran elegidos mediante sorteo o subasta. Contaba la fiesta con la feliz atracción de los tamargos que por San Miguel volvían- con buenas puzas en la bolsa- de la teyera. 

     De este valle mágico de Ardisana, no sólo están desapareciendo las leyendas, sino que toda una cultura, una forma de vida – que recoge magistralmente el trabajo de E. Gómez Pellón- está extinguiéndose. Son muchos los cambios inevitables pero en el caso de la conservación de la cuenca del Bedón puede, y debe hacerse, mucho más. Al río de Caldueñu, antaño un vivero de truchas, se le siega la vida captando abusivamente el agua en el naciente sin ningún respeto al caudal ecológico mínimo. El aumento y desarrollo del sector turístico- en sí un bien para el valle- no se ve acompañado con la inexcusable dotación de infraestructuras de saneamiento y depuración de las aguas residuales que siguen vertiendo al río. Ciertamente el patrimonio natural de los llaniscos es un recurso de primer orden pero deberíamos ir más allá y considerarlo como un legado de nuestros padres que sólo a base de sacrificios han podido conservar y en ningún modo nos pertenece. Es nuestra responsabilidad gestionarlo correctamente para entregarlo sin mengua a nuestros hijos. 

      

           José Alberto Concha González